Leyendas urbanas sobre inmigración

27.07.2010

Existen en el imaginario colectivo algunas leyendas urbans que con los años han ido cristalizando hasta el punto que hay quien los defiende como si lo acabara de leer en la mismísima Encyclopædia Britannica. Mitos como el de Walt Disney criogenizado, las eternamente crecientes uñas de Lenin, el coche de frente con las luces apagadas, la mermelada de Ricky Martin, o que en Erasmus, sí o sí, se moja.

Pero entre todos estos mitos, graciosos e inofensivos -sin entrar sobre las consecuencias en la autoestima de los Erasmus que "como se fueron, vinieron"- se encuentran otros que se fabrican con ciertos intereses -y mucha mala leche- y que son reproducidos por el grueso de la población por motivos varios, algunos freudianos y otros no, que aquí no vamos a analizar. Y como ya habrá adivinado, la señora y el señor, los apellidos del muerto al que me refiero yo, estamos hablando de... inmigración.

Habitando en la misma ciudad donde ejerce su antilabor política la bestia parda del Partido Popular uno empieza a estar tristemente familiarizado con el asunto. Así que sirva este texto como otro granito de arena para con la causa antiracista.

Empezamos:

Los inmigrantes no pagan impuestos: falso, no existe en la legislación española ninguna ley que discrimine -ni positiva ni negativamente- al inmigrante a la hora de pagar sus impuestos. Ya sea como ciudadano o como empresario. En realidad son los empresarios nativos los que menos impuestos pagan: el año pasado las empresas nacionales acumularon un fraude de mil millones de euros. Sin embargo se enfoca la mirada en el inmigrante indefenso que ha puesto una tienda, mientras los de arriba se van de rositas.

Los inmigrantes no se adaptan a nuestras costumbres: en este punto hay que decir ¿qué costumbres?. Los inmigrantes comen como nosotros, se relacionan como nosotros, y tienen los mismos intereses que nosotros: su realización como personas entre otras cosas a través de un trabajo y de su familia, el facilitar a sus hijos una educación y que cuando estos crezcan no sigan señálados como inmigrantes. Además los inmigrantes trabajan o sufren el paro exactamente igual -o incluso peor- que los no inmigrados. Entonces, ¿cuál es el problema? El ciudadano quiere no sentir al inmigrante, no verlo. El inmigrante ideal para el ciudadano es del ciudadano es un inmigrante mimetizado con la sociedad tradicional. Pero el único camino hacia ese punto es que el inmigrante tenga trabajo. En caso contrario el inmigrante, y los barrios inmigrantes, quedan condenados a la marginación y a la pobreza. Y esas no son costumbres culturales, sino imposiciones de nuestra sociedad que margina al que no tiene negándole cualquier oportunidad de ascenso en la escala social. Catalunya ha sido tierra de inmigrantes. Pretender negarlo es dar la espalda a nuestro pasado.

Los inmigrantes generan gasto público: al contrario, el grueso de los inmigrantes se compone de gente joven en edad de trabajar y con buena salud. Por lo tanto contribuyen al financiamiento de nuestra sanidad pública y generan poco gasto. Por cada español jubilado hay tres trabajando. Por cada inmigrante jubilado hay treinta trabajando.

Los inmigrantes ilegales no deben estar empadronados: esto, que es la intención de muchos elementos de la derecha, supodría un retroceso más que un avance. A los inmigrantes les quedarían negados derechos básicos como la educación, no pudiendo llevar a sus hijos a la escuela y por lo tanto condenándolos de por vida a una situación de analfabetismo y marginación extrema. Por no hablar de que se convertirían aún más en la imagen contraria al inmigrante ideal. A parte, el padrón es un elemento imprescindible de gestión por parte del ayuntamiento, pues le permite tener una radiografía real de la población y ejercer políticas de integración adecuadas.

Los inmigrantes nos quitan el trabajo: los inmigrantes son el sector poblacional que ha permitido un crecimiento desenfrenado -e insostenible- de la economía española durante los años precedentes a al crisis. Este modelo empresarial -especialmente el urbanístico- ha colapsado como era de esperar, dejando en la calle y desamparados a la mano de obra de la que muchos empresarios se beneficiaron. Los excesos de este modelo los pagan los trabajadores, inmigrantes y jóvenes a la cabeza. En Badalona el paro entre los inmigrantes se ha doblado hasta llegar al 50%. Mientras tanto aquellos empresarios que colaboraron en la catástrofe en busca de dinero fácil, que viven en barrios alejados de aquellos donde duerme antigua mano de obra, no han pagado ni una sola de las consecuencias de sus funestas prácticas. Ellos fueron los que trajeron la inmigración ilegal, y son ellos mismos los que ahora, cuando la maquinaria no necesita recambios, fomentan la expulsión de estos a sus países de origen. La lógica del capitalismo va por delante -más bien por encima- de la condición de seres humanos de los trabajadores.

Los inmigrantes deben volver cuando no hay trabajo: no es ni factible, ni justo, plantear que la mayoría inmigrantes retornen a sus países. La marginación de estos no provocará su regreso, sino su marginación, lo cual nos vuelve a alejar de la sociedad ideal, igualitaria y solidaria, a la que aspiramos. Además según los informes, dada al baja natalidad de la población autóctona, Catalunya necesitará setenta mil inmigrantes al año hasta 2020 para "sostener el nivel de bienestar". El sueño de la derecha es apartarlos mientras la demanda no empiece, y volverlos a llamar cuando al capital catalán se le haya pasado la resaca y recupere su sed de crecimiento infinito a toda costa. Pero la única salida realista es la generación -y el reparto- del trabajo. Lo demás son utopías de aquellos que controlan el capital.

La inmigración es, para los ideólogos de la derecha, la cabeza de turco para sus propios pecados. En Badalona es simplemente su única manera de captar el voto de los barrios obreros.  Pero ante la que está cayendo no hay otra salida para la clase trabajadora más que la solidaridad entre todos sus mientros, su unión sin fisuras y su organización colectiva que defienda sus intereses ante los salvajes ataques del capital. La desunión de los trabajadores y la pérdida de la conciencia de clase, con unos mismos intereses y unos mismos opresores, ha permitido que éste ejecute sus políticas a sus anchas. O tenemos claro que compartimos más intereses -y no hablo precisamente  de los culinarios- con Mohamed  que con Albiol, o no andaremos muy lejos.